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Cuarta parte: El juego de los espejos 4 страница



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—Debe usted saber que en el año 1912, cuando Mustafá era un muchacho...

(¿Dónde estaría su muchacho, dónde estaría Carlos? —pensaba Adela—. Durante la cena, al chico le había tocado atender una de las mesas más lejanas, y no lograron cruzar miradas ni una sola vez. Ahora, en cambio, al llegar la hora de servir los digestivos, y al ver cómo Karel y Chloe evolucionaban entre los invitados ofreciéndoles cava, armañac y whisky de malta, rozándose con ellos, una y otra vez, Adela deseó poder tocar a Carlos García, con la proximidad impune que se produce en las aglomeraciones. Quería pasar su mano como al descuido por su brazo, acariciarle la espalda que esperaba besar más tarde, al terminar la fiesta, «cuando todas estas personas se hayan ido, y ya no queden caras a las que sonreír ni conversaciones a las que prestar atención».)

—No me lo puedo creer. ¿De veras que fue así, señor Stephanopoulos? Pero qué fascinante.

—Tal como se lo estoy contando, querida, celebro que note usted la ironía del asunto —continúa el coleccionista de dagas con una gran sonrisa—. De no ser por este incidente, Mustafá Kemal nunca habría llegado a llamarse Ataturk.

(Dónde estás, dónde, amor mío, acércate mucho, tanto que lleguemos a respirar uno el aire del otro, para que nuestros cuerpos se junten delante de toda esta gente, delante de Teldi y de sus amigos. Será un dulce anticipo de lo que sucederá mañana, cuando esta vida haya acabado para mí y ya no tengamos que buscarnos en la lejanía.)

—De la tribu de los ilusos podríamos decir que era nuestro héroe, si me permite la metáfora —iba diciendo Stephanopoulos, animado por un «¡No me diga!» que Adela Teldi le había regalado para dar cuerda a la conversación—. Pero iluso o no, lo cierto es que la jugada le salió tan bien que el joven Mustafá logró conducir a su pueblo hacia la modernización... aunque eso supuso renunciar a algunas cosas, a costumbres ancestrales, usted ya sabe...

—¡Qué interesante! —introdujo oportunamente Adela, y este pie permitió al griego perorar durante unos buenos tres minutos más para que, sobre sus palabras, ella pudiera entregarse con toda libertad a la búsqueda de Carlos entre las cabezas y el humo de sus invitados. No estaba. Adela lo imaginó por un momento en la cocina, junto a Néstor, escuchando del cocinero lo que ella más temía que pudiera contarle. Entonces hizo una mueca de dolor.

—Horrible, ¿verdad? —apostilló Stephanopoulos, al ver cómo la señora Teldi se estremecía ante su racconto de alguno de los episodios más sangrientos de la historia turca.

(No Adela, no debes preocuparte por eso, es improbable que el cocinero te delate esta noche. Y mañana tú ya habrás hablado con él, Carlos sabrá de tu boca todo lo que tiene que saber de tu vida, pero... ¿no sería mucho mejor hacer callar definitivamente a ese cocinero entrometido?)

—Y ahí, querida, es donde entra en escena la daga de empuñadura roja; como comprenderá, semejante peligro requería una solución expeditiva y también sangrienta, podríamos añadir.

—¿De veras? No me diga, señor Stephanopoulos —dice el piloto automático que funciona dentro de la cabeza de Adela, mientras que su otro yo no-mecánico se estremece y comienza a sonreír por dentro, pues allí, junto a la puerta de entrada, abriéndose paso para acercarse a ella con una bandeja llena de copas altas, acaba de descubrir la figura de Carlos.

Cuánto has tardado, amor mío.

Allí está Adela —piensa Carlos, haciendo idéntico descubrimiento—. Por fin podré acercarme. Y va hacia ella impulsado por el mismo deseo: que sus cuerpos se toquen en la multitud, delante de todo el mundo, como se abrazan los amantes platónicos, y se electrizan los amores clandestinos con sólo el esbozo de una caricia. Tal vez pueda incluso besarle un hombro cuando le ofrezca una copa, piensa.

—Perdone, señora, ha sido sin querer.

Ella sonríe, tan bella.

—¿Esto es cava o champagne?

—Cava, señora, ¿me permite?

Y es al inclinarse para estar aún más cerca, cuando los ojos de Carlos, acostumbrados por las labores de camarero a no ver personas, sino trozos de personas, y a identificarlas siempre por detalles delatores, descubren en el hombro de Adela Teldi el brillo verde de un camafeo de jade.

—Con eso Ataturk quería probar que su pueblo estaba tan preparado para la modernidad como cualquier otro de Occidente, claro que...

(...La esfera de oro, la joya verde... Es el camafeo de la muchacha del cuadro. Dios mío. Y, como si la viera por primera vez, Carlos busca una explicación en la cara de Adela.)

—Claro que ahora las dagas vuelven a estar a la orden del día, y no sólo allí sino en todos los países musulmanes. Dese cuenta de lo importante que es este cambio, quién lo iba a decir; yo desde luego no podía imaginármelo en absoluto, ¿y usted, querida?

(Es ella, es ella sin duda. El cava de las copas inicia un extraño baile impulsado por la trémula mano de Carlos García. Suben las burbujas hasta los bordes y allí estallan con un Dios mío, cómo es posible, cómo puede ser posible que la haya besado mil veces, que haya amado cada rincón de ese cuerpo sin reconocerla, yo, que la he buscado en todas las mujeres.)

Ahora Carlos no puede dejar de mirar la joya, y el destello verde del camafeo se mezcla con todos sus recuerdos infantiles: la silueta de Abuela Teresa haciendo solitarios en el salón amarillo «Te equivocas guapín, en esta casa no hay ninguna mujer metida en un armario, vaya ocurrencia», y también evoca el paseo de su dedo infantil por el cuello de la muchacha del retrato, acariciando la misma curva frágil que veintitantos años más tarde habría de recorrer con sus besos.

—¡No, no! Lo peor de todo, querida, no fue este descubrimiento, por muy terrible que parezca, sino la ironía de que nunca hemos visto sus caras en realidad. Miramos y no vemos, es estúpido pero pasa, sabe usted, más aún con las mujeres turcas que están obligadas a cubrirse con el velo, un velo que esconde los rostros más hermosos...

(...De pronto todo me resulta familiar... esta casa, que se parece tanto a Almagro 38, el pelo rubio metálico de la muchacha del cuadro, que es como el de Adela, a pesar de los muchos años que las separan...)

—Me escucha usted, querida, parece cansada.

—En absoluto, señor Stephanopoulos, continúe, se lo ruego.

El broche en el hombro de Adela brilla, como si hiciera mil preguntas y, sin embargo, por muy apremiantes que sean, las respuestas no tendrán más remedio que esperar hasta que termine la fiesta. Entonces sí podré saberlo todo —piensa Carlos— cuando, inesperadamente, el vaivén de las copas, como un oráculo borracho, le trae a la memoria las palabras de Néstor esa misma tarde: «Piénsalo bien, cazzo Carlitos, a veces en la vida es mejor no hacer preguntas, sobre todo cuando uno intuye que no le va a convenir conocer la respuesta.»

—¿Se puede saber qué le pasa, joven?

El señor Stephanopoulos ha interrumpido su relato histórico en este punto, sorprendido por la actitud del muchacho, que ahí, demasiado cerca de Adela Teldi, parece estar participando en la conversación: un camarero con una bandeja llena de copas escuchando la charla de los invitados.

(Pero, por Dios, ¿cómo no voy a hacer preguntas en una situación como ésta?, hasta Néstor, que es un hombre tan discreto, las haría, es inevitable. En la vida todos queremos saber más ¿o no?)

—Mire, joven, ya estamos servidos, tendrá usted otras personas a las que atender, supongo. Váyase.

La voz de Stephanopoulos se ha impuesto sobre los pensamientos de Carlos, que apenas se atreve a mirar a Adela, como si temiese que los demás adivinaran su secreto. Luego, pidiendo disculpas, el muchacho se dispone a alejarse, no sin antes reparar en que el coleccionista de puñales luce en el ojal una pequeña cimitarra verde que se enfrenta con el camafeo también verde de la señora Teldi, como dos rostros en el espejo de un estanque. Claro que... ¿y si ese camafeo no fuera el del cuadro?, duda. ¿Y si se tratara sólo de una coincidencia, un engaño de esa vieja, madame Longstaffe, cuyas profecías todos dicen que se cumplen de un modo tramposo?

Carlos se aleja, intentando no volverse, pero la sorpresa de lo ocurrido puede más: mira hacia donde está Adela charlando con el coleccionista de cuchillos y, desde lejos, en un vistazo furtivo aún llega a unir el brillo de las dos joyas, el camafeo y la cimitarra, caro y frío, como el distintivo de un mundo opulento que para él está lleno de enigmas. Eres un patán. Quizá antes las joyas fueran piezas únicas, pero ahora se fabrican en serie; seguro que existen, en ese mundo de los ricos que no conoces y por tanto tiendes a idealizar, no uno, sino cientos de camafeos verdes, igual que existirán miles de cimitarras verdes como la de ese tipo griego tan estirado.

Carlos se gira. Sobre su bandeja tintinean las copas, unas llenas, otras semivacías, que rápidamente se encargan de borrar esta última idea. Qué tontería. Es ella, no hay duda posible; se parece demasiado. Ahora sólo me falta averiguar qué relación puede tener conmigo y con la casa de Almagro 38. ¿Conocerá a Abuela Teresa?, y ¿a mi padre? Cuando se lo cuente a Néstor, le parecerá increíble comprobar qué extraños son los guiños del destino...

También Chloe estaba siendo víctima de un guiño en ese momento, pero no precisamente del destino, sino de Liau Chi, coleccionista de libros de fantasmas.

—Acércate un momento, muchacho —le había dicho la dama, y acto seguido acaparó a Chloe, empujándola con su charla hacia una esquina del salón.

—¿Cómo te llamas, muchacho?, ¿cuántos años tienes?, ¿dónde naciste?, ¿de qué signo eres?, ¿Aries?, ¿Capricornio, tal vez?, ¿te gustan las historias de fantasmas?, ¿crees en la reencarnación?, ¿sabes que aquellos que han muerto jóvenes siempre encuentran la forma de volver a la Tierra para vivir la parte de sus vidas que el Destino les ha negado?

Esta guiri está pa'llá —pensaba Chloe intentando zafarse—. El traje de camarero cerrado hasta el cuello le daba calor, aquella china loca la había tomado por un tío y estaba intentando ligarla, joder, a ella, que sólo pensaba en buscar a su hermano.

Durante toda la cena, mientras servía a los invitados, Chloe había intentado volver a encontrar los ojos de Eddie en los distintos espejos de la casa de Las Lilas, tal como le había parecido verlos fugazmente en el cuarto de baño mientras se vestía. Los buscó sin éxito en los altos espejos del comedor, también en uno redondo que había a la entrada y en cualquier superficie bruñida que estuviera a su alcance. Incluso, entre los postres y el café, había logrado escapar unos minutos para subir de dos en dos la escalera que llevaba a su habitación sobre el garaje, por si, mirándose nuevamente en aquella luna, lograba revivir lo que había sucedido horas antes.

¿Estás ahí, Eddie?

La cara que la miraba desde el otro lado de todos esos espejos sin duda se parecía a Eddie, pero los ojos eran los de ella, tan azules como siempre.

Coño, ¿qué esperabas, tía? Te has hecho un taco, Eddie no está aquí ni en ninguna parte, deja de hacer el gilipollas —se dice—. Aun así, antes de volver a la fiesta, Chloe vuelve a mirarse en cada uno de ellos, y está sola.

Ahora, en la biblioteca, la niña Chloe se afana por vislumbrar aunque sea la sombra de esos ojos oscuros en la consola espejada que hay junto a la chimenea, pero no encuentra más que el reflejo pálido de una cara, la de la señorita Liau Chi, especialista en fantasmas.

—Mira, muchacho, no creas que voy a dejarte escapar ahora que te he encontrado, ¿has oído bien lo que acabo de decirte? Es muy importante, tanto que, antes de entrar en temas astrales, necesito otro whisky. Vete a buscarlo y vuelve aquí en seguida, ¿comprendes?

Una vez más, de camino a la cocina, Chloe inicia su inútil búsqueda y se asoma a otros espejos. Al del vestíbulo: por favor, que pueda ver al menos una sombra, aunque sea un engaño. También se detiene largamente ante los cristales oscuros de las ventanas, por si esas lunas falsas, que se prestan más a la simulación y por tanto a las ilusiones, le permitiesen ver lo que otras le niegan.

—Psst...

—Psst, jovencita.

Sólo hay una persona en el mundo que utiliza esa anticuada expresión, «jovencita», y en otro juego de espejos, mientras busca a su hermano, Chloe ve la figura de Néstor Chaffino, que le hace señas desde la puerta de la cocina.

El cocinero ha desaparecido tras la puerta de vaivén para reaparecer un instante después pidiéndole por señas que se acerque, como si se tratara de una urgencia.

No es ortodoxo que el jefe de cocina salga a los salones, a menos que sea para cumplimentar el rito de saludar a los invitados y recibir sus felicitaciones por el éxito de la cena. Pero Néstor ya había cumplido esta ceremonia un rato antes y ahora se veía confinado a la cocina y con un problema estúpido.

—Acércate, solamente será un segundo, y luego podrás continuar con lo que estabas haciendo.

Chloe está contenta de poder escapar de los invitados. Vaya panda de locos, a cual más grillado —piensa mientras se aproxima con su bandeja llena de vasos vacíos.

—¿En qué puedo ayudarte, Néstor?

Entonces los dos entran en la cocina, con Néstor señalando hacia la cámara frigorífica y más concretamente a un estante muy alto, encima de la puerta metálica.

—A algún imbécil —dice el cocinero a Chloe— se le ha ocurrido guardar el Calgonit allá arriba, ¿lo ves? Venga, súbete a una silla y me lo alcanzas.

Chloe sube. La puerta metálica de la cámara refleja la leve silueta de la niña trepada a la improvisada escalera.

Aquel estante inaccesible está muy sucio. Viejas cajas de matarratas, botellas de aguarrás y diversos productos de limpieza se agolpan bajo una masa compacta de telarañas que da reparo remover, pues parece el refugio de más de una presencia indeseable. Y en efecto, al mover una botella, la niña ve dispersarse a un sinfín de esos bichos negros que, en su infancia, ella solía tocar para que se volvieran bolitas. Miles de patas minúsculas, de carcasas redondas y húmedas, corren a buscar refugio en algún rincón mientras que uno de ellos, cegado por la luz, se atreve incluso a trepar por el brazo de Chloe, buscando la oscuridad de su bocamanga. Pero nada de esto, ni el olor a podrido, ni el cosquilleo frío que sube por su carne, parece preocuparla, pues antes de asomarse a aquel estante, al mirarse brevemente en la superficie bruñida de la cámara Westinghouse, a Chloe le ha parecido percibir en sus ojos, por un instante casi inaprensible, el destello oscuro de los de su hermano. Entonces los cierra para que no se escape.

—¿Se puede saber qué haces? Sube más, alarga la mano, no te quedes ahí mirándote la cara a mitad de camino como una idiota, no tengo toda la noche para aguantar tus extravagancias.

Pero Chloe no se mueve, tampoco se atreve a abrir los ojos, pues sabe que cuando lo haga Eddie habrá desaparecido otra vez como siempre jamás, como Nunca Jamás. El bicho camina ya por su hombro, el detergente que le ha pedido Néstor aguarda sólo unos centímetros más arriba, en ese estante sucio y húmedo, pero ni esto ni la voz de la señorita Liau Chi, que acaba de entrar en la cocina buscándola («Vuelve aquí, muchacho, tengo que decirte algo que va a interesarte mucho, te lo aseguro»), hacen que la niña se mueva. Hasta que por fin, no pudiendo sostener por más tiempo esa posición absurda, Chloe Trías estira su cuerpo para recoger lo que le han pedido, y cuando baja, al mirarse en la puerta espejada de la cámara, comprueba que una vez más todo ha sido una fantasía y sus ojos son de un azul sin esperanza.

—Ven aquí, muchacho, te estaba esperando para que hablemos.

Es la voz de la señorita Liau Chi.

Unidad 3 (Capítulo 3)

I. Gramática:

1. a) Determine el tipo de la oración subordinada y ponga la forma correcta del verbo:

1. Serafín Tous con todo el alma deseaba que Néstor (desaparecer)..................... de su vida y de la de sus amigos; que incluso (ser) ............. un tonto accidente doméstico;

2. El dueño de las más hermosas cartas de amor del mundo, monsieur Pitou, era feísimo y tenía el cuerpo menguado, como si hace tiempo una bruja lo (hechizar).....................;

3. Antes de que monsieur Pitou y Ernesto Teldi (pasar).................. a la biblioteca, el señor Teldi dio las gracias al coleccionista por haberle proporcionado uno de los momentos más emocionantes de su vida;

4. En la biblioteca todo era perfecto: las piezas de arte estaban situadas de forma que no (saltar)................ a la vista, mientras que los muebles funcionales como si (invitar) ................... a los huéspedes arrellanarse en ellos y sentirse cómodo;

5. El broche en el hombro de Adela brillaba, como si (hacer) ................... mil preguntas, pero por muy apremiantes que (ser)..................., Carlos no sabría la respuesta antes de que (terminar) ..................... la fiesta;

6. Por mucho que Chloe (tratar) ........................ de encontrar los ojos de Eddie en los distintos espejos de la casa de Las Lilas, no veía nada más que el reflejo pálido de la señorita Liau Chi, especialista en fantasmas;

 

b) Discuta lo siguiente:¿Usted tiene algún lugar preferido en casa o en cualquier otra parte donde le gusta pasar el tiempo, a donde vuelve con gusto? ¿Qué le atrae tanto en ese lugar? Comparta sus opiniones con los compañeros del grupo.

2. Elija la variante correcta:

1. Para los Teldi era un gran honor .......................en las Lilas a los más importantes y originales coleccionistas de arte de todo el mundo;

a. tener reunido;

b. tener reunidos;

c. estar reunidos.

 

2. Para ..........................a los huéspedes hay que mencionar a dos, cuya apariencia se distinguía entre otras;

a. terminar de describir;

b. acabar por describir;

c. tener descrito.

 

3. Ernesto Teldi estaba muy contento con la carta de amor que...........................por un precio inesperadamente barato;

a. acaba por comprar;

b. termina de comprar;

c. acaba de comprar.

 

4. Ernesto Teldi tenía muchas ganas de desacerse de aquella sanguijuela para que no ................................en su vida nunca más;

a. llevara interfiriendo;

b. siguiera interfiriendo;

c. viniera interfiriendo;

 

5. Al ver el camafeo verde Carlos no podía ............................;

a. dejar de mirarlo;

b. deber de mirarlo;

c. volver a mirarlo.

 

6. El señor Stephanopoulos, charlando con Adela, dijo a Carlos que ya ........................, y que Carlos podría ........................a otros invitados;

a. estaban servidos.......echar a atender;

b. dejaban servidos.........volver a atender;

c. estaban servidos.......pasar a atender.

 

II. Vocabulario

1. Traduzca al ruso las palabras y invente las frases con ellas:

docto

timar

apiñarse

tasar

jugada

zafarse

 

2. Encuentre tres sinónimos para los verbos del vocabulario:

apiñarse, tasar timar, zafarse

Largarse-apilar-engañar- valorar- huir- amontonarse-estafar- escapar- embaucar-estimar-apreciar-agruparse

 

3. Traduzca las frases al español:

1. Тот, кто сделает последний ход, выиграет партию и получит главный приз;

2. Он был образованным и уважаемым человеком, за советом к которому приходили жители всего города;

3. На аукционе картину Моне эксперты оценили в сорок миллионов фунтов стерлингов;

4. Полиция, наконец, поймала преступника, которому в течение многих лет удавалось ускользнуть;

5. На главной площади Ватикана собралось много людей в ожидании появления Папы Римского;

6. В ювелирном магазине сеньора обманули и продали ему вместо дорогих часов дешевую подделку.

 

4. a)¿Cuál es el significado de las expresiones siguientes?

ü Saltar a la vista;

ü Ganar por la mano;

ü Dar cuerda a uno;

b) Recuerde los fragmentos del texto donde se utilizan esas expresiones y dé sus propios ejemplos adecuados donde esas expresiones sean oportunas.

III. Contenido y análisis

1. Contesten a las preguntas:

1. ¿Quiénes eran los invitados a Las Lilas? ¿A qué se aficionaban?

2. ¿Qué ambiente reinaba durante la recepción?

3. ¿A qué cuarto de Las Lilas la autora presta una atención especial?

4. ¿Qué cosa descubrió Carlos?

4. ¿Qué obsesión tenía Chloe?

 

2. Comente las frases siguientes:

ü Con una mentira suele irse muy lejos, pero sin esperanzas de volver.

Proverbio judío

ü Una mentira es como una bola de nieve; cuanto más rueda, más grande se vuelve.

Martin Lutero (1483-1546) Reformador alemán.

ü Sin mentiras la humanidad moriría de desesperación y aburrimiento.

Anatole France (1844-1924) Escritor francés.

ü Sólo las mujeres y los médicos saben cuán necesaria y bienhechora es la mentira.

Anatole France (1844-1924) Escritor francés.

 

3. Enumere los recursos estilísticos y explique el fin de su uso:

ü Los coleccionistas de objetos raros, en cambio, se caracterizan por ser ellos mismos una rareza y —en el más literal sentido de la palabra— constituir cada uno una pieza única;

ü Qué hermosa criatura —no pudo evitar decirse Serafín Tous al verlo, pero inmediatamente sus ojos viajaron del querubín hasta la puerta de la cocina, tras la que amenazaba la presencia de Néstor entre los peroles;

ü Monsieur Pitou estaba ahí delante, sonriéndole con sus ojos de sapo, pero al mirarlo, de pronto, Teldi ya no lo veía a él, sino a un ejemplar de otra especie animal más rastrera y peligrosa que la de los anfibios… En ese momento la rana sacó una larguísima lengua —como quien intenta atrapar una mosca— que luego volvió a guardar con una sonrisa;

ü Colgado a la derecha hay, por ejemplo, un pequeño Manet que custodia la puerta de entrada;

ü El cava de las copas inicia un extraño baile impulsado por la trémula mano de Carlos García;

ü Cuando se lo cuente a Néstor, le parecerá increíble comprobar qué extraños son los guiños del destino...

 

 

Capítulo 4. Una puerta que se cierra

Tarea: Lee el texto del capítulo y apunta las palabras y expresiones clave para hacer el resumen de lo leído

 

Son las tres y media de la madrugada y los invitados han ido marchándose poco a poco. Adiós, amigo Stephanopoulos, nos volveremos a ver... Gracias, señor Teldi. Hasta muy pronto. Señora Teldi, ha sido interesantísimo hablar con una mujer tan inteligente; qué comentarios tan certeros ha aportado usted a mi pequeño discurso sobre Ataturk... Adiós, adiós, monsieur Pitou, gracias por venir... Hasta siempre, señorita Liau Chi...

Las voces se apagan, las luces también y Néstor, a solas en la cocina, piensa que debe de ser el único habitante de la casa que permanece despierto. A Néstor Chaffino le encanta disfrutar de los momentos de soledad que siguen a sus éxitos culinarios. Porque así como un amante se entrega al deleite de revivir cada uno de los detalles de un encuentro amoroso, recreándoseen ellos con un placer a veces mayor que el instante vivido, así un artista reconstruye también sus momentos de gloria. ¡Ah, la perfecta textura de mi ensalada de bogavante! —se recrea Néstor—, estaba justo en su punto:ni muy caliente ni muy fría, ni muy dura ni muy blanda; no había más que espiar desde la puerta los suaves movimientos del bigote de Ernesto Teldi para constatar que era inmejorable.

En ese mismo instante, el bigote de Ernesto Teldi, un piso más arriba, en su habitación, se perla de un sudor frío que le hace incorporarse en la cama. Pero no son sus pesadillas habituales las culpables de su sobresalto, sino una decisión que el duermevela le ha empujado a tomar. Ya está bien: tiene que ser esta noche —se dice—, no es prudente dejar para mañana asuntos que pueden resolverse hoy; iré ahora mismo a encontrarme con ese tipo. Ernesto Teldi mira el reloj y calcula que el cocinero ya debe de estar durmiendo en su habitación del ático, un sido discreto y alejado donde nadie oirá nada. Mejor así.

¡Oh!, y mi lubina al eneldo con patatas suflé —rememora Néstor Chaffino, no en su habitación del ático precisamente, sino aún en la cocina, acodado en la gran mesa de formica que ha sido cómplice de su éxito—. Cuando salí a recibir las felicitaciones de los invitados —piensa— Adela Teldi aseguró que jamás en su vida había saboreado algo tan sofisticadamente simple; fue una maravillosa definición la suya.

Justo en ese preciso momento, los dedos de Adela Teldi rozan sus labios y luego se estiran hasta acariciar los de Carlos García, que duerme junto a ella, como si con ese gesto quisiera transmitirle un secreto que no se ha atrevido a formular con palabras. Se había jurado que, en la primera ocasión en que estuvieran a solas, le contaría al muchacho todo lo sucedido en Buenos Aires para que lo supiera por ella y no a través de Néstor; sin embargo, una vez acabada la fiesta, al reunirse en la pequeña habitación asignada a Carlos en el ático de Las Lilas, ni uno ni otro habían hablado. Es probable que Carlos también tuviera la intención de preguntarle algo porque, en una o dos ocasiones, a Adela le había parecido que buscaba un momento propicio para las palabras; pero las palabras están fuera de lugar cuando los cuerpos se necesitan tanto.



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