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Cuarta parte: El juego de los espejos 3 страница



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No. Nada de todo esto le dirá el espejo, porque Adela no se mirará en él. Como tantas veces a lo largo de su vida, ella se prohibe pensar. Las ideas a las que se les impide tomar forma no existen, o al menos no duelen. Y sin embargo, todo es un engaño. Se mire o no al espejo, piense o no piense, Adela sabe que algo tendrá que hacer para que Néstor no acabe con su recién estrenada felicidad. Lo mejor sería adelantársele y hablar con Carlos para contarle la verdad, porque al fin y al cabo —se dice Adela—, ¿qué puede importarle al muchacho una historia tan vieja ocurrida en otro país, con personas que no conoce y que no significan nada para él? Una tontería de juventud, un estúpido devaneo que acaba en desgracia, es cierto, pero todo el mundo tiene en su vida una pequeña infamia.

By the pricking of my thumbs something wicked this way comes. Adela intenta subirse la cremallera del vestido, cuando al rozar su piel desnuda nota el picor de los pulgares y sus dedos se curvan como en un extraño presagio, en el que se mezclan el tacto de dos cuerpos y el recuerdo de dos nombres, uno reciente y el otro muy lejano en el tiempo: Carlos García y Ricardo García, y Adela los emparenta como si fueran padre e hijo. A través de la desazón de los pulgares, siente de pronto que el tacto de las dos pieles es idéntico, como sus apellidos. Pero qué bobadas se te ocurren, Adela, que estúpidas locuras, ¿cuántos hombres hay con el mismo apellido a los que no les une parentesco alguno? ¡García!, por amor del cielo; Adela, tú desbarras, lo mejor que puedes hacer es dejarte de tonterías y mirarte de una vez en ese espejo, así no hay manera de arreglarse, y saldrás feísima de esta habitación, como una verdadera bruja y sin peinar.

Pero Adela no se atreve, pues teme encontrar allí reflejada alguna otra terrible coincidencia que ni siquiera osa imaginar. ¿Y si Carlos García fuera el hijo de Soledad y de Ricardo? ¿Qué pasaría entonces? Es una posibilidad entre mil, y una entre un millón, que ese cocinero chismoso conozca el parentesco, pero si así fuera...

Si así fuera, se dice Adela, enfrentándose ahora a la luna, por primera vez y sin temores, yo no tendría reparos en cerrarle la boca para siempre, pero afortunadamente no habrá necesidad de hacerlo. En la vida nunca se producen tantas coincidencias. No pienses más, acaba ya de vestirte, es muy tarde.

Entonces Adela hace algo que no ha hecho en años: extrae de su joyero el camafeo verde, regalo de Teresa, su madre, el día que cumplió quince años. No recuerda haberlo usado nunca como broche, pero ese viejo disco de jade engarzado en oro quedará muy bien sobre el traje negro y austero que se ha puesto. Y ahora basta de ideas locas—se ordena antes de ir hacia la puerta—. Abre. Cierra. Mira el descanso de la escalera, todas las cosas que mañana habrá abandonado para siempre, y sonríe. En realidad no es mucho lo que dejo atrás, comparado con lo que espero me depare la suerte, si nada se tuerce. Y nada tiene por qué torcerse, ya me ocuparé de que así sea.

Adela baja las escaleras: va a representar por última vez el papel de señora Teldi, la anfitriona perfecta, y mañana... Mañana, pase lo que pase, será el comienzo de una vida nueva.

«Mataría a Néstor con mis propias manos —pensaba Chloe Trías en ese mismo momento en la habitación que comparte con Karel Pligh, encima del garaje de Las Lilas—. Sólo a él podía ocurrírsele diseñar un uniforme de camarero tan cerrado como éste. Parece un traje Mao Zedong o un mono de motorista, me voy a asar como un pollo.»

A Néstor Chaffino no le había hecho ninguna gracia enterarse de que Chloe se había olvidado el uniforme de camarera en casa de sus padres. Resultaba siempre un punto de distinción el que las chicas que trabajaban para La Morera y el Muérdago lucieran bata oscura, cofia y un delantal blanco de organza. «Pero bueno, si te lo has dejado todo en Madrid, no veo otra solución que la que me propones: está bien, Chloe, puedes ponerte el traje de camarero que te presta Karel —había dicho Néstor—. Ahora, eso sí —le advirtió—: ya que te vas a vestir de hombre harás el favor de parecer un hombre en todo. Camina como lo hacemos nosotros, imposta un poco la voz para no asustar a los invitados, péinate con el pelo hacia atrás y, sobre todo, quítate esas anillas que llevas en la cara, por amor del cielo.»

Chloe ya se ha puesto los pantalones y la chaqueta, que es severa y abrochada hasta el cuello, como la de un motorista, y ahora, frente al espejo, empieza a quitarse uno a uno los piercings, lentamente para no hacerse daño, mientras va recitando de dónde procede cada una de las anillas: ésta me la dio mi cuate Hassem por Navidad; ésta la compré yo en una tienda de todo a cien; ésta es regalo de K... Karel, tesoro mío, el tío más guapo. Y a medida que va despojándose de todo, se da cuenta de que hace un siglo que no ve su cara desprovista de adornos, y los caretos cambian, joder, vaya si cambian. Chloe decide dejar para el final la argolla que le atraviesa el labio inferior porque ésa sí que duele y se vuelve hacia el espejo para peinarse. Busca en el neceser de Karel y encuentra un peine y un tubo de fijador mientras abre el grifo. A Chloe empieza a divertirle la idea de disfrazarse de muchacho, por eso se detiene un momento en imitar un gesto que ha visto repetir a tantos hombres, desde Karel Pligh hasta su hermano Eddie. Un gesto que parece tomado de la película Grease y que consiste en pasarse el peine con la mano derecha, al mismo tiempo que se alisa el pelo con la izquierda; joder, qué gozada, me gusta esto, parezco... y de pronto, su mano como si no le perteneciera, continúa con los golpes de peine, uno y otro más, para retirar todo el pelo hacia la nuca, hasta quedar peinada como un chico, un chico de veintidós años, los mismos que Chloe cumplirá el mes próximo.

—¿Se puede saber qué estás haciendo, Chloe? Por Dios, date prisa, Néstor estará furioso.

Es la voz de Karel Pligh desde fuera del cuarto de baño la que se inmiscuye en su juego y la obliga a detener su mano.

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Quién eres?

—¿Quién crees tú que va a ser? Soy yo, Karel. Es tardísimo, abre ya, o bajaré sin ti.

Pero Chloe no atiende a la voz que la reclama al otro lado de la puerta, sino que se dirige a unos ojos que ha creído ver en el espejo. Luego, sin volverse hacia la puerta dice:

—Baja tú solo K, no me jodas.

Y al decirlo se da cuenta de que esos ojos que la miran severos desde el espejo no son azules como los suyos, sino muy negros, y parecen hablar:

«No digas esas cosas, Clo-clo, tú nunca has hablado así.»

—¿Eres tú, Eddie?

La cara en el espejo parece la de Eddie, pero no lo es, es la de ella: si no, no llevaría ese feo piercing en el labio inferior, que no cuadra en absoluto con el estilo de su hermano y que posiblemente le esté haciendo daño.

—Espera, Eddie, no tardo nada en quitártelo; te prometo que nunca más me lo volveré a poner. —Y la niña, con todo cuidado, retira el último anillo de su labio, para que el reflejo de su hermano pueda sonreírle sin obstáculos desde el espejo.

—Así, así está mejor, ahora déjame que te toque.

Toda la escena no ha durado más que un confuso minuto en el que Chloe, como si fuera de noche, como si estuviera jugando en sueños con su hermano, estira los dedos hacia él para tocar sus ojos tan diferentes a los suyos, pero al hacerlo descubre que el encantamiento se ha roto, y no es otra que su mirada de niña la que aparece en la fría superficie del espejo.

—Es la última vez que te aviso, Chloe —insiste la voz de Karel desde la puerta—. Néstor nos ha llamado ya tres veces.

El espejo, ahora, no muestra más que a una niña vestida de chico. Se parece a Eddie, es cierto, lleva el mismo peinado, y hasta el traje es similar al que vestía su hermano la tarde en que murió, pero la mirada es distinta. Esos ojos oscuros, una vez más, la han dejado sola.

Por eso, aquella noche, mientras sirve las mesas y atiende a los invitados, Chloe procurará reencontrarlos en todos los espejos de Las Lilas.

—¿Estás jugando conmigo a las escondidas, Eddie?

 

Unidad 2 (Capítulo 2)

I. Gramática:

1. Traduzca las frases al español:

1. Как несправедливо было, думал сеньор Тельди, что этот всезнающий повар появился в его доме именно сейчас, когда Тельди был успешным бизнесменом и меценатом. Он боялся, что Нестор мог выдать его маленькие тайны прошлого;

2. Серафин Тоус сомневался, что Нестор успеет разболтать присутствующим, где и с кем застал однажды уважаемого магистрата;

3. Серафин Тоус, неспособный обидеть даже муху, размышлял о том, как было бы хорошо, если бы можно было нажать волшебную кнопку и ликвидировать дурного человека навсегда;

4. Адела думала, что будет лучше, если она сама расскажет все Карлосу, потому что не хотела, чтобы Нестор ее опередил;

5. Нестор был очень недоволен тем, что Хлоя забыла форму в доме родителей. Он предложил ей надеть костюм Карела, но при условии, что она будет вести себя так, будто бы она мужчина.

2. Diga si la frase es verdadera o falsa. En caso de que sea falsa, corríjala, practicando las perífrasis verbales adecuadas:

ü El señor Teldi llevaba muchos años contrabandeando;

ü En Las Lilas había personas que tenían pensada la idea de matar a Néstor Chaffino;

ü Aquel día en Las Lilas volvió a aparecer Antonio Reig, un antiguo cocinero de Buenos Aires;

ü Por su lado Serafín Tous seguía pensando en la magia para deshacerse de Néstor;

ü Adela Teldi acabó por contar a Carlos su pequeña infamia del pasado;

ü En el vestuario femenino deben de haber prendas que reclaman la ayuda de espejos y otras que no;

ü Chloe tuvo que ponerse el uniforme de Karel por haber dejado el suyo en casa de sus padres;

ü Chloe se echó a llorar al descubrir la ausencia de su uniforme.

II. Vocabulario

1. Traduzca al ruso las palabras y invente las frases con ellas:


Convidar

Frente a frente

A pulso

Impune

Rondar (~ la cabeza)

Propalar

A salvo (quedar~)

Maledicencia

Desbarrar

Inmiscuirse


 

2. Relacione las palabras de vocabulario con sus sinónimos:

 


1) A pulso

2) A salvo (quedar ~)

3) Convidar

4) Desbarrar

5) Frente a frente

6) Impune

7) Inmiscuirse

8) Maledicencia

9) Propalar

10) Rondar (~ la cabeza)

a) chismorreo

b) sin ayuda

c) decir tonterías

d) invitar

e) divulgar

f) meterse

g) apoderarse

h) cara a cara

i) sin castigo

j) fuera de peligro


 

3. Rellene los huecos con la palabra del vocabulario:

1. Sólo cuando hallaron un refugio seguro, se sintieron................;

2. Últimamente las ideas de irse del país no dejan de................la cabeza del joven;

3. Por la..................de algunas personas su autoridad fue minada;

4. Se pone insoportable cuando empieza a...............;

5. Todo lo que consiguió en su vida lo hizo......sin ayuda de nadie;

6. Es muy bueno que tus padres no.....................en nuestra relación;

7. Carmen, es mejor que no la ……….., porque siempre agua fiestas;

8. Al enterarse de la última noticia, la vecina en seguida la ha..............a todas sus amigas;

9. Es injusto que el delito quede ........ El criminal debe llevarse un castigo riguroso;

10. Por mucho que quería evitar el encuentro con su ex-novio, se tropezó con él............. a la salida del metro.

 

4. a)¿Cuál es el significado de las expresiones siguientes?

ü No tener reparos en hacer algo;

b) Recuerde los fragmentos del texto donde se utilizan esas expresiones y dé sus propios ejemplos adecuados donde esas expresiones sean oportunas.

III. Contenido y análisis

1. Conteste a las preguntas:

1. ¿Por qué podría ocurrírseles a cuatro personas la idea de matar a Nestor Chaffino?

2. ¿Qué cosa del pasado le omprimía a Ernesto Teldi? ¿Qué decía la carta que Teldi había recibido en vísperas? ¿Quién podría ser interesado en revelar su secreto?

3. ¿A qué/quién se refiere Teldi, mencionando sanguijuelas? ¿Qué opciones tendría Teldi respeto a dicha “sanguijuela”?

4. ¿Tendría Serafin Tous algunos motivos propios para que Nestor Chaffino desapareciera?

5. ¿Y Adela Teldi? ¿También es interesada en la muerte del pobre cocinero? ¿Tiene algo que ocultar?

6. ¿Qué problema tuvo Chloe con su uniforme? ¿De qué modo lo resolvería?

 

2. Comente las frases siguientes:

ü La única sanguijuela inofensiva es la que está muerta;

ü Resulta terrible, pero al final, los peores secretos acaban desvelándose sólo por el gusto de compartir un chismorreo indiscreto con los amigos;

ü El amor..........es exhibicionista;.......al amor le resulta imposible no delatarse: una sonrisa panfila, un leve temblor, un tono especial de voz, una mirada.........

3. Enumeren los recursos estilísticos y expliquen el fin de su uso:

ü «Usted y yo conocemos lo que ocurrió en 1976», acaba diciendo la letra verde que se parece tanto a una hilera de cotorras sobre un alambre. Teldi está seguro de que aunque esas cotorras contaran estrictamente la verdad, nadie les creería;

ü Serafín arrancó mecánicamente un trozo de papel higiénico largo como sus temores y con él se secó la frente;

ü Incrédula como santo Tomás, Adela ha tenido que ver para creer, oír para estremecerse, de lo contrario, nunca habría imaginado que podrían darse tantas y tan infelices coincidencias;

ü Es este pensamiento, que Adela tantas veces ha querido enterrar, el que le hace buscar sobre su cuerpo los senderos emprendidos por la mano de Carlos García, esperando hallar en ellos olvido;

ü Todo esto, es decir, el miedo, el peligro y el anuncio del fin de su aventura amorosa, es lo que teme leer en sus propios ojos si se mira al espejo, por eso se aparta de él;

ü Sólo a él podía ocurrírsele diseñar un uniforme de camarero tan cerrado como éste. Parece un traje Mao Zedong o un mono de motorista, me voy a asar como un pollo.

 

Capítulo 3. La cena en Las Lilas

Tarea: Lee el texto del capítulo y apunta las palabras y expresiones clave para hacer el resumen de lo leído

 

—Bien venidos todos a Las Lilas —dijo Ernesto Teldi alzando su copa—. Es un gran privilegio para Adela y para mí tener reunidos esta noche a treinta y tres de los más originales e importantes coleccionistas de arte de todo el mundo.

Por su aspecto, nadie podría haber adivinado que aquellas treinta y tres personas que miraban a Teldi desde sus respectivas mesas en el comedor de Las Lilas eran doctos especialistas en las más dispares disciplinas del arte. Por lo general, todos los gremios y profesiones tienen un denominador común que los distingue, ya sea en la forma de vestir o en la pedantería, en el esnobismo o en el modo de hablar. Los coleccionistas de objetos raros, en cambio, se caracterizan por ser ellos mismos una rareza y —en el más literal sentido de la palabra— constituir cada uno una pieza única. Allí estaban, por ejemplo, los señores Stephanopoulos y Algobranghini, expertos ambos en armas blancas, sin otro rasgo común que un desmesurado amor por el oporto tawny. Por eso ambos habían desechado el cava con el que Teldi los invitó a brindar, en favor de una diminuta, altísima y roja copa que contenía un Royal Port del año 59. El resto de su personalidad, en cambio, no podía ser más dispar. Stephanopoulos, a pesar de su nombre griego, era la perfecta representación de uno de esos caballeros del Imperio británico en los que Eton, Oxford y más tarde una vida en el campo en compañía de caballos, perros y gatos ha dejado una huella indeleble. Algobranghíni, en cambio, parecía un tanguero, hasta tal punto que su traje a rayas, con clavel en el ojal y pelo a la gomina, dejaron fascinado a Karel Pligh. Parece un auténtico guapo de arrabal —se dijo mientras rellenaba por décima vez la minúscula copa del caballero—, nunca he visto una encarnación más perfecta del espíritu de Gardel.

Y así, los ojos de un observador curioso podrían haber hecho inventario de la diversidad de estilos que define a los amantes de los objetos raros. Una original reunión aquella en la que Liau Chi, célebre coleccionista de libros de fantasmas, se parecía —a pesar de su inconfundible nombre— mucho más a un personaje de Wilkie Collins que a una señorita de Hong Kong (lo que era, por cierto). Los tres fetichistas «de todo lo relacionado con Charles Dickens» parecían ser, por este orden: un gordo con aspecto de boxeador, una recia dama bretona parecida a Becasine —ese viejo personaje de cómic francés— y, por último, un caballero, éste sí, de dickensiano aspecto, fiel trasunto de Mr. Squeers, el avaro profesor de Nicholas Nickieby.

La lista de invitados se completaba con los coleccionistas de iconos (una señorita con aspecto de modelo, un pope ortodoxo y, finalmente, un muchacho imberbe de rostro angelical que aparentaba mucha menos edad de la que constaba en su pasaporte). Qué hermosa criatura —no pudo evitar decirse Serafín Tous al verlo, pero inmediatamente sus ojos viajaron del querubín hasta la puerta de la cocina, tras la que amenazaba la presencia de Néstor entre los peroles—. Ojalá se queme una mano y tengan que llevárselo a urgencias —deseó—. Al fin y al cabo no era tan terrible ansiar que una persona tuviera un tonto accidente doméstico, una pequeña baja laboral... y quién sabe si con ello bastaría para que desapareciera de su vida y de la de sus amigos.

Pero, malos deseos aparte (y eran muchos los que flotaban sobre Las Lilas aquella noche, con Néstor como objetivo), para terminar de describir a los presentes, habría que decir que el plantel de coleccionistas se completaba con algunas damas y caballeros de apariencia convencional, a excepción de dos: el coleccionista de estatuillas Rapanui, que parecía la reencarnación del naturalista Humboldt, y monsieur Pitou, el invitado de honor de aquella reunión, reputado especialista en cartas de amor de personajes célebres. Monsieur Pitou —que durante toda la cena había recibido la atención de Ernesto Teldi en la más sutil operación-seducción— era un hombrecillo de poco más de metro treinta de estatura, pero perfectamente proporcionado. Émile Pitou tenía unas bellísimas manos, y un esqueleto tan armónico que cualquiera podría pensar que había sido víctima de algún hechizo, no sólo por su escaso tamaño, sino también por una particularidad facial: el dueño de las más hermosas cartas de amor del mundo era feísimo y tenía el cuerpo menguado, como si un encantamiento amoroso lo hubiera convertido de príncipe en rana.

—Ahora, querido Émile, antes de que pasemos a la biblioteca —dijo Teldi una vez que tomó asiento al acabar su pequeño y convencional discurso de bienvenida—, me gustaría darle las gracias por haberme proporcionado uno de los momentos más emocionantes de mi vida.

Teldi se abrió la chaqueta en un gesto cómplice e hizo asomar la blanquísima esquina del billete de amor que Pitou le había vendido antes de la cena, sin que él hubiera tenido que emplear la artillería pesada de sus encantos mercantiles. Un extraño tipo monsieur Pitou, su boca batracia enseñaba ahora una magnífica dentadura en una sonrisa feliz que alarmó a Teldi. En realidad había sido demasiado fácil comprarle aquella curiosa carta de amor firmada por Oscar Wilde. Y muy barata además; ¿estaría engañándolo su invitado? I want you, I need you, 1'm coming to you..., la letra era inconfundiblemente la de Wilde; la fecha proclamaba que, en efecto, había sido escrita tres años antes de que el autor utilizara la misma frase en una de sus más famosas comedias; todo un hallazgo sí, pero siempre que no fuera una falsificación. Qué idea más estúpida —pensó Teldi—, nadie se atrevería a timar a un coleccionista tan reconocido como yo... Como yo hasta el momento—rectificó Teldi—, con un incómodo pensamiento que lo remitía a la hilera de cotorras verdes que descansaban sobre su mesilla de noche. Entonces se dijo que convenía no olvidar que, en el implacable mundo de los compradores de arte, bastaba un pequeño escándalo o un desliz para caer en la categoría de los hombres de negocios desprestigiados: en caso de cumplirse sus peores temores, de la noche a la mañana Ernesto Teldi pasaría a ser uno de esos individuos patéticos, pobres ídolos caídos a los que nadie respeta y a los que está justificado engañar sin pudor. ¿Lo estaría timando su invitado? ¿Habría adivinado Emile Pitou, con esa capacidad para la anticipación que caracteriza a los negociantes más intuitivos, que Ernesto Teldi muy pronto ya no sería un marchante de nombre intachable?

Monsieur Pitou estaba ahí delante, sonriéndole con sus ojos de sapo, pero al mirarlo, de pronto, Teldi ya no lo veía a él, sino a un ejemplar de otra especie animal más rastrera y peligrosa que la de los anfibios. Maldita sanguijuela, si caigo en desgracia será por su culpa —se dice Teldi, pensando en Néstor, y no es la primera vez que esa noche le dedica un pensamiento—. Han sido muchas las ocasiones en las que, mientras charlaba con los invitados y ejercía de anfitrión amabilísimo, a Ernesto Teldi se le había colado en la cabeza una pregunta: ¿qué demonios voy a hacer con el tipo? En ese momento la rana sacó una larguísima lengua —como quien intenta atrapar una mosca— que luego volvió a guardar con una sonrisa.

—¿Está usted bien, amigo Teldi?, lo noto pensativo.

Y Teldi, que atesora junto a su corazón la carta de amor que acaba de comprarle a monsieur Pitou por un precio inesperadamente barato, se convence entonces de que no puede permitir de ninguna manera que ese chantajista, esa sanguijuela de la cocina, arruine su carrera ni empañe su encanto como anfitrión. Debería aplastarla, evitar que siga interfiriendo en mi vida, ¿pero cómo? —piensa Teldi—, ¿cómo? Ya se me ocurrirá una idea, creo que ya se me está ocurriendo una... pero de momento, basta.

—Venga, venga por aquí, monsieur Pitou —dice Teldi al coleccionista de cartas de amor tomándolo por el brazo—. Pasemos a la biblioteca a tomar un coñac, quiero presentarle al señor Stephanopoulos.

La biblioteca de Ernesto Teldi es de sobra conocida, tanto, que no haría falta describirla. Cualquier lector de revistas como House & Garden o Arquitectural Digest, alguna vez ha tenido que ver fotografiada esta habitación, en la que se combinan el más sutil buen gusto con el amor de su dueño por los objetos únicos. Y la mezcla es tan armónica, que nada salta a la vista del modo obvio u ostentoso con el que suelen hacerlo algunas obras de arte. Porque en la biblioteca de la casa de Las Lilas no se apiñan los objetos igual que en un bazar turco como sucede en casa de tantos ^coleccionistas, ni tampoco apabullan las exquisiteces. Todo parece casual, como si los objetos a lo largo de muchos años hubieran encontrado ellos mismos su acomodo. Colgado a la derecha hay, por ejemplo, un pequeño Manet que custodia la puerta de entrada. Se trata del busto desnudo de la misma modelo que a tantos escandalizó en La merienda campestre, pero aquí su presencia se funde elegantemente con otros cuadros de la habitación, de modo que pasa inadvertida para todo ojo que no sea el de un exquisito. Por su parte, una estatuilla art déco de un fauno vigila al Manet desde la lejanía, pero cualquiera podría pensar que esta ubicación es casual, cuando en realidad se trata de un deliberado juego de simetrías. Y lo mismo ocurre con otras piezas magníficas: todas están situadas de forma que no salten a la vista, mientras que los muebles funcionales —sillones, sillas, pequeños pufs para acomodar a los invitados— son muy confortables para que los entendidos puedan arrellanarse en ellos mientras se dedican a disfrutar con los cinco sentidos. Así, todo es discreto, todo entona, e incluso se entreveran sin ostentación una vitrina con una pequeña pero curiosa colección de soldaditos de plomo con una panoplia de armas cortas, puñales, dagas y estiletes.

—Esta daga de puño rojo se la vendí yo a su marido el año pasado, querida señora Teldi —iba diciendo Gerassimos Stephanopoulos a Adela—. Desde entonces, su valor se ha triplicado, ¿y sabe por qué, querida? Porque el mes pasado apareció en la revista Time una foto de juventud de Mustafá Kemal en la que lleva al cinto este mismísimo cuchillo. ¡Qué golpe de suerte! Qué buen olfato tiene su marido para los negocios, pero de veras no me molesta nada que me haya ganado la mano, créame; yo siento gran admiración por su marido y su talento artístico —dijo el griego, mientras miraba a Adela de un modo que cualquiera diría que la estaba tasando como a una pieza que le gustaría adquirir.

Pero Adela era inmune a los halagos esa noche. Había pasado toda la cena comportándose del modo amable y mecánico que se aprende a lo largo de muchos años de tedio social y que no requiere la utilización ni de una neurona: sí... no... ¿...de veras? Pero qué extraordinario... Es reducido pero eficaz el lenguaje que se utiliza para sobrellevar una conversación automática, y Adela era experta en estas artes, como también lo era en el arte de continuar con sus pensamientos mientras su rostro y toda su actitud parecen interesadísimos en lo que dicen sus invitados.

—¿De veras, señor Stephanopoulos?, por favor, cuénteme todo lo que sepa sobre Mustafá Kemal y su daga roja.

El coleccionista comenzó encantado un largo discurso, y así, en la cabeza de Adela se fueron mezclando la historia juvenil del fundador de la Turquía moderna con los más dispares pensamientos.



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