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Cuarta parte: El juego de los espejos 5 страница



2015-12-13 355 Обсуждений (0)
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Mañana se lo contaré, sin falta, sin falta —se había prometido Adela entre la fiebre de los besos.

No obstante, ahora que la fiebre ha cesado y su cuerpo de mujer madura se cubre con el abrazo joven de Carlos, Adela Teldi recapacita y piensa que el amor —este amor— es tan complicado que sería más sensato no ponerlo a prueba con confesiones ni secretos. Tengo que hablar con ese cocinero, comprarlo si es necesario, suplicarle si hace falta... No te queda más remedio, querida —se dice y sonríe—, tienes que disuadirlo de cualquier forma y a cualquier precio, porque las viejas como tú son como los náufragos, no pueden permitir que nadie les arrebate el último tablón de salvamento. Adela besa la frente del muchacho. Es pesado el sueño de los jóvenes, y es una suerte que así sea, porque de este modo no oirá lo que puede ocurrir cuando ella entre en la habitación de Néstor, que se encuentra en el mismo piso en el que duerme Carlos.

En cuanto a mi salsa muselina —suspira Néstor en la cocina con placer de artista y devoción de enamorado—, estoy seguro de que sólo un caballero sensible y algo melancólico como Serafín Tous ha podido apreciarla en toda su magnificencia. Un sabor redondo, suave, imperceptiblemente perfumado al limón. El cocinero piensa en Serafín y en la cara de atormentado éxtasis que había puesto cuando él, durante su breve discurso de agradecimiento a los invitados, le había dirigido una sonrisa cómplice al mencionar la muselina. Hay que tener un punto femenino para apreciar ciertos sabores —piensa Néstor—. Estoy seguro de que los amigos de ese caballero no sospechan siquiera que él lo tiene y quizá tampoco lo sabrían valorar; por eso, su pequeño secreto está completamente a salvo conmigo. No sólo porque nos conocimos en el Nuevo Bachelino,yyojamás revelaría lo que he visto en el negocio de un colega, sino porque se trata de un entusiasta de la salsa muselina; faltaría más.

03.47,clic... 03.48. Los números fosforescentes del reloj despertador de Serafín Tous caen implacables, como las gotas de agua en un refinado martirio chino, como las hojas de un calendario que inexorables recuerdan el paso del tiempo y la llegada del temible día de mañana. Serafín no puede dormir y decide levantarse. La noche es oscura e invita a la melancolía, pero también a los pensamientos locos. ¿Dónde dormirá ese miserable individuo —se pregunta—, ese destructor de reputaciones ajenas, ese cocinero chismoso? El no conoce la casa, pero imagina que las habitaciones del servicio deben de estar en el ático, y hacia allí decide dirigir sus pasos. No enciende la luz. Camina a tientas y la oscuridad impide que, al pasar por delante del espejo de su armario, se sorprenda al ver en los ojos de un pacífico caballero incapaz de matar una mosca un brillo resuelto y punzante como un estilete.

¡Y qué decir de mis espléndidas trufas de chocolate! —se deleita Néstor, continuando con su rapto de enamorado que recuerda y revive todos los lances de un amor—, jamás se han visto matices de sabores tan bien mixturados: vainilla, chocolate amargo, licor, y una punta de jengibre. He ahí el truco: el jengibre es la pequeña infamia que se esconde tras una buena trufa de chocolate. Claro que eso no lo saben más que los iniciados, como sólo un iniciado es capaz de distinguir esta sinfonía de sabores magníficos... Por eso me enfadé tanto con Chloe cuando se metió a la vez dos trufas en la boca. ¡Dos trufas! «Para que lo sepas, jovencita—le dije—, solamente una alma habitada por dos espíritus podría apreciar toda la tonalidad de perfumes que hay en dos trufas de Néstor Chaffino, ¿te enteras?» Pero ella se limitó a responder coño o cojones o cualquiera de esas palabras que denotan que su personalidad es tan monocorde como su vocabulario. Qué pena de muchachada —reflexiona Néstor con tristeza—, no tiene la más mínima vida interior. Apuesto a que ahora mismo está soñando con una canción heavy metal o algo igualmente estúpido y pedestre.

Pero Néstor se equivoca, porque en ese momento Chloe Trías, en la habitación que comparte con Karel sobre el garaje de Las Lilas, está soñando con las famosas trufas de chocolate de su jefe. Y como si fuera una alma sensible —o mejor aún dos almas sensibles—, saborea el dejo del jengibre y el dulzor de la vainilla al tiempo que revive el perfume delicioso de los licores. Aun así, la refinada ensoñación gastronómica, que tanto habría sorprendido a Néstor, duró muy poco, pues inmediatamente fue sustituida por otras imágenes oníricas, fugaces e inasibles, tal como sucede en las primeras horas de descanso. Entonces atravesaron la mente de la niña algunas canciones de Pearl Jam revueltas con un recuerdo lúbrico que tenía como protagonista al guapísimo Karel Pligh que dormía a su lado; también pudo ver en sueños el jardín de Las Lilas, donde una cucaracha sobre el felpudo se reflejaba en un espejo mientras que la señorita Liau Chi le repetía al oído: ¿crees en los fantasmas?; todo ello atropellado por otras ensoñaciones igualmente inconexas. Pero una vez transcurridos los minutos veloces del primer sueño, Chloe se despierta y por más vueltas que da en la cama no logra volverse a dormir. Coño —piensa—, a ver si ahora resulta que me voy a quedar despierta toda la noche como un puto búho. La luz de uno de los focos que ilumina la fachada de Las Lilas, barriéndola a intervalos como un faro, entra insolente por la ventana de su habitación. Chloe aprovecha esos breves segundos de claridad para mirar a Karel Pligh, y luego la mirada se le escapa hacia su mochila, que está ahí, sobre una silla, en perfecto desorden, como un muñeco destripado. La luz se aleja y, en la oscuridad, Chloe recuerda su apresuramiento de antes de la cena cuando no encontraba el uniforme de doncella. Ésa es la razón por la que ahora está todo por ahí: camisetas, un bikini, ropa interior... todo, excepto el estuche donde guarda el portarretratos con la foto de su hermano. Ese estuche rojo jamás sale del fondo de su mochila, pero el resto de las prendas desperdigadas por la habitación parecen fantasmas escapados de un libro de la señorita Liau Chi. Vieja loca —piensa Chloe al recordarla—, manda pelotas que una guiri que supuestamente se codea con fantasmas y espíritus todo el rato se equivoque y me tome por un tío. Joder, es que acaso tengo yo cara de tío —piensa—, y luego se da cuenta de que fue gracias a esa impostura y a su disfraz de camarero que ha logrado imaginar por unos segundos que veía los ojos de Eddie en los suyos tan claros.

La niña intenta volverse a dormir. Tal vez esta noche tenga suerte y sueñe con que su hermano la viene a buscar para ir juntos a la isla de Nunca Jamás, como otras veces. Ven, Eddie, juguemos un ratito —dice la niña—; pero en vez de Eddie, el duermevela sólo le ofrece una ensoñación en la que se mezclan el recuerdo de la libreta de hule que Néstor siempre esconde en el bolsillo de su chaqueta de chef con el sabor delicioso de las trufas de chocolate. Seguramente las trufas estarán guardadas en la cámara Westinghouse de la cocina —piensa—, en esa misma cámara que tiene una superficie metálica que actúa como un espejo deformante y engañoso.

Chloe da más vueltas en la cama maldiciendo al sueño que no viene, que no quiere venir, pero que a veces le regala hilachas de pensamientos agradables, como cuando le permite recordar la mirada de su hermano Eddie, tal como imaginaba haberla visto horas antes. Y entonces juraría que escucha una voz que dice: ven, Clo-clo, baja, estoy aquí. Pero la niña desconfía. Tiene miedo de ir a la cocina, porque está segura de que se llevará otra desilusión, los ojos de su hermano ya no la mirarán desde la puerta de la cámara, la volverá a engañar. A Eddie le gusta esconderse y tomarle el pelo, igual que hacía antes de morir cuando ella le preguntaba: «¿Qué estás escribiendo, Eddie; es una historia de aventuras y amores y también de crímenes, verdad; me dejarás leerla?», y él le aseguraba: «Ahora no, Clo-clo. Más adelante, te lo prometo.»

Sin embargo, mentía. No hubo un «más adelante» porque a su hermano le había dado la rayadura de irse a vivir experiencias a doscientos kilómetros por hora porque quería ser escritor y aún no le había pasado nada digno de ser contado. Y por eso, por esa estúpida fantasía, se había ido para siempre, dejándola sola.

Es el insomnio el que tiene ideas raras. A Chloe no se le habría ocurrido bajar a la cocina ni mucho menos intentar buscar los ojos de su hermano en la puerta de la cámara frigorífica. La niña Chloe, la sensata Chloe, no se habría arriesgado a llevarse otro desengaño y comprobar que su hermano sigue jugando con ella al escondite. Pero el insomnio no es sensato: vamos, Chloe —le dice—, te vendrá bien una trufa de chocolate. El chocolate es muy bueno para conciliar el sueño, venga, no te asustes. Si tienes miedo, lo único que tienes que haceres evitar mirarte en la puerta de la cámara, porque es un espejo tramposo y deformante como los de las ferias; hace trucos y crea ilusiones falsas que duelen mucho, pero tú no lo mires y ya está. Aunque... si decides ser valiente y mirar... quién sabe...

Cuando el foco del jardín vuelve a iluminar la habitación del garaje, Chloe se levanta de un salto. Está desnuda, y en desorden sobre la silla hay dos prendas: «Elígeme», dice una camiseta que lleva la inscripción Pierce my tongue, don't pierce my heart. «Elígeme a mí», conmina con más énfasis la chaqueta de camarero, sobria y cerrada hasta el cuello, que Chloe usó esa noche para parecer un chico. Y entre las dos prendas que la llaman, Chloe, como si fuera otra vez Alicia en el País de las Maravillas, duda, hasta que por fin se decide por la chaqueta.

Coño, qué más me da —piensa mientras se la pone—, sólo voy a buscar una trufa de chocolate, y no me miraré en ningún espejo.

Son las cuatro de la mañana en todos los relojes. En los relojes de pulsera de cada uno de los personajes de esta historia, y también en el grande que hay en la cocina, que va con un poco de retraso y aún no ha tocado las campanadas. Y este Festina antiguo que huele a vapores y humo, es testigo de cómo Néstor, preocupado por lo tarde que se le ha hecho, deja a un lado sus agradables pensamientos para decirse como a un verdadero amigo: bueno, mi viejo, ha sido un día magnífico y muy cansado, será mejor que subas a dormir.

Eso se disponía a hacer cuando una visión insólita lo detiene.

—A la pucha —exclama en voz alta, porque de pronto se da cuenta de que, en contra de todas sus costumbres, se le ha olvidado guardar en la cámara de frío las cajas de trufas de chocolate que han sobrado de la cena.

Y el reloj de la cocina toca cuatro campanadas mientras Néstor abre la puerta de la Westinghouse.

El reloj de pulsera de Ernesto Teldi es muy silencioso, tanto que ni siquiera hace tictac. En cambio, tiene la esfera luminosa, y ésta se delata escalera arriba mientras su dueño se dirige hacia el cuarto de Néstor, en el ático. El Omega de Serafín Tous, por su parte, no tiene esfera luminosa, de ahí que ni siquiera un punto fosforescente marque el sendero de los pasos del magistrado en la oscuridad de Las Lilas, rota a ráfagas por el foco del jardín, que barre la casa iluminando la escalera desde una de las ventanas. Y son los interludios de oscuridad los que aprovechan tanto Teldi como Serafín para subir sin ser vistos.

El reloj de Adela también marca las cuatro, pero no es testigo de los paseos nocturnos de su dueña, ya que se ha quedado sobre la mesilla de noche de Carlos, junto al camafeo verde.Por eso, su esfera luminosa no pudo ver cómo Adela, con paso rápido, ha atravesado el rellano desde la habitación de Carlos hasta la que le había asignado a Néstor Chaffino. De todas las habitaciones del ático, ésta es la más grande: un hermoso dormitorio con dos puertas, una que da sobre la escalera y la segunda que comunica con las otras dependencias del servicio. Y es esta última la que ahora utiliza Adela Teldi para llegar hasta el dormitorio de Néstor, adelantándose en unos minutos a los otros dos visitantes nocturnos. Entra sin llamar porque nadie es educado ni toca a la puerta en estas circunstancias tan particulares. Pero cómo, ¿no hay nadie? —se sorprende Adela mientras avanza unos pasos dentro de la habitación a oscuras, hasta que el foco del jardín ilumina la estancia y entonces la descubre vacía y con la cama sin deshacer—. Quizá Néstor esté en el cuarto de baño —piensa—, y se sienta a esperar hasta que dos ruidos simultáneos la hacen ponerse alerta. Es él, ya viene, Dios mío, qué estoy a punto de hacer. Adela se prepara y entonces ve cómo las dos puertas se abren al mismo tiempo dando paso a sendas siluetas masculinas que hacen su entrada con tiento y precaución. Sin embargo, ni una ni otra pertenecen a Néstor Chaffino; de manera que cuando la luz del jardín barre con su foco las ventanas del ático, tres caras se miran atónitas, y las gargantas de Adela, Ernesto Teldi y Serafín Tous, como un coro sorprendido y desafinado, preguntan al unísono:

—¿Pero qué haces aquí?

—¿Y tú?

—¿Y tú?

Karel Pligh no es el único personaje de esta historia que ama la música y utiliza las canciones para reflejar su estado de ánimo. C'est trop beau es una bonita canción. Cierto que no se trata de una tarantela ni de una canción palermitana, pero Néstor Chaffino es un hombre internacional que, cuando elige una tonada para acompañar una tarea grata, no siempre recurre a las canciones de su querida Italia. Por eso son los acordes de C'est trop beau los que acompañan la escena que tiene lugar a continuación. Néstor se dispone a guardar las cajas de trufas en la cámara frigorífica. Primero haapilado sobre la mesa diez de ellas y ahora entra en el congelador Westinghouse para colocarlas contra la pared del fondo de modo que no estorben. C'est trop beau notre aventure; c'est trop beau pour être heureaux... La luz de la cocina apenas penetra en el interior negro de la cámara en la que se adivinan los cuerpos congelados de algunas presas de caza, conejos o liebres, quizá algún pequeño venado, pero Néstor no se fija en ninguna de estas desagradables presencias. C'est trop beau pour que ça dure, plus longtemps q 'un soir d'été. Al cocinero se le ha olvidado el resto de la letra y continúa la canción con un silbido, y el silbido se intensifica mientras su autor se entretiene unos segundos, sólo unos segundos, antes de salir a buscar las cajas restantes. Es probable que esta pausa no haya durado más que un suspiro, pero hay suspiros que son largos como la eternidad.

Al llegar a la cocina, Chloe se detiene un instante sin decidirse a avanzar. Entonces ve abierta la puerta de la cámara y escucha cómo de ella escapa un alegre silbido. Al acercarse comprueba que se oyen más ruidos dentro, parece que hay alguien trabajando allí moviendo cosas; pero no es el sonido que proviene del interior el que atrae a la niña, sino otro nuevo, el que la engaña hacia la superficie metálica. Estoy aquí, Clo-clo, acércate, sé valiente —cree oírle decir a ese espejo tramposo—. Ven.

El silbido de dentro de la cámara es muy alegre, ¿cómo se puede matar a un silbido tan alegre y tan inocente además? Pero qué bobada, Chloe no va a matar a nadie, sólo desea aprovechar este momento único en el que se ha hecho la ilusión de que Eddie le ha pedido que baje, y ahora seguramente la estará mirando desde el otro lado del espejo. Y para verse reflejada —para ver en sus ojos los ojos de Eddie—, Chloe no tendrá más remedio que entornar la puerta, ni siquiera cerrarla, sólo empujarla un poco. ¿No me vas a hacer trampas esta vez, Eddie? ¿Estarás ahí cuando te busque, verdad? En efecto: al atreverse a mirar, Chloe comprueba que su rostro recupera fugazmente la mirada oscura de su hermano, tan inconfundible, que no le queda más remedio que alargar la mano para acariciar los ojos que la observan con una sonrisa e invitan a un beso. Y al apoyarse sobre la superficie fría, la niña empuja la puerta, que ahora suena clac.

—Carajo, no puede ser —dice Néstor, porque la incredulidad siempre antecede al miedo, y luego—: Dios mío, esto no me ha ocurrido nunca, por el amor de Cristo, pero si no habré tardado más de dos minutos, tres a lo sumo, en apilar mis diez cajas de trufas.

A partir de aquí transcurren veloces los minutos, tanto dentro como fuera de la cámara; veloces para que Néstor comience a dar golpes en la puerta y luego patadas. Virgen del Loreto, santa Madonna de los Donados, María Goretti y don Bosco... Se me ha olvidado bajar el pestillo de seguridad para evitar que la puerta se cierre. Mientras que afuera la niña empieza a pensar que debe de haber —tiene que haber— una forma más perdurable de mantener a Eddie junto a ella, una menos cruel que esta de asomarse de vez en cuando y muy fugazmente a los espejos. ¿Qué puedo hacer para tenerte siempre? ¿A qué te gustaría jugar?

«Vamos a ver, pensemos con un poco de cordura, ¿quién hay en la casa que pueda ayudarme? —intenta reflexionar Néstor al otro lado de la puerta metálica—. Están Karel y Carlos, y luego cuatro personas con las que tengo menos confianza: Ernesto y Adela Teldi, la pequeña Chloe Trías y, por supuesto, Serafín Tous.» Y Néstor los llama:

—¡Tous!, ¡Teldi!, ¡Trías!

Pero el frío, que poco a poco se va volviendo insoportable, hace castañetear sus dientes, de modo que la lengua se le enreda en las tes de los apellidos y los convierte en un tartamudeo.

Chloe Trías se ha tapado los oídos con las manos. «Cállate por favor, por favor, ya te he oído», dice la niña al escuchar los gritos del cocinero, pero no lo hace en voz alta ni con su tono habitual, sino mentalmente, igual que cuando habla con su hermano; tiene que hacerlo así, en silencio, es muy importante, no puede arrriesgarse a que se desvanezcan las idealizaciones. De este modo, con una voz que sólo existe dentro de su cabeza, suplica al prisionero que espere un momento. Nada más que un momento, Néstor, ahora no puedo abrir, compréndelo: él se iría para siempre. Y Chloe no puede permitirlo, porque sería muy estúpido que su hermano volviera a marcharse como aquella tarde en la que se fue en busca de emociones, cuando no tenía más que veintidós años, los mismos que ella cumplirá muy pronto.

Por eso, para aprovechar la magia del espejo, que esta vez parece ser mucho más generosa y duradera, a la niña se le ocurre repetir exactamente lo sucedido aquella tarde con la esperanzade cambiar el desenlace. Cuéntame una historia —suplica como hizo entonces, pero luego añade algo que debería haber dicho y no dijo—: no te vayas, por favor, por favor, no lo hagas, quédate conmigo. Y esta vez los ojos negros de su hermano parecen sonreírle, aunque no dicen nada. O tal vez sí digan, pues al mirarlos —al mirarse—, Chloe los nota enfadados, con tanta rabia como la que siente ella, y la niña piensa que no es posible que la muerte arrebate una vida joven a la que le correspondían ilusiones y vivencias que ya nunca tendrá. Porque ¿dónde van a parar todos los sueños, todos los proyectos no cumplidos que la muerte frustra? En alguna parte han de estar.

Bang, bang, bang... los golpes al otro lado de la puerta se entrometen en las cavilaciones de Chloe y le hacen recordar al cocinero: qué tipo tan pesado —piensa—, ahora cállate, si no quieres que te deje ahí para siempre, o si no, solucióname este enigma: ¿hay algún modo de completar un destino que la muerte dejó a medias?

Pero las palabras de Chloe sólo existen en su cabeza, por eso nadie puede ayudarla, y mucho menos Néstor, quien, poco a poco, nota cómo el frío se va apoderando de su voluntad y de su mente hasta anularle todos los sentidos. Por eso se le ha ocurrido una forma peregrina de bloquear el frío para que ese tormento helado no le trepane hasta el cerebro. El prisionero necesita taponar de alguna forma todos los orificios de su cuerpo y evitar que tanto dolor lo vuelva loco. Santa Madonna de Alejandría, y ha conseguido sacar del bolsillo de su chaqueta la libreta con tapas de hule en la que ha recogido tantos postres secretos, tantas pequeñas infamias anotadas con letra diminuta. Resiste, Néstor, hay que evitar que se te congelen las meninges, el papel servirá para cortar el frío que se empeña en bloquearte el entendimiento. Es lo único que puedes hacer por el momento. ¿Y estropear así tan irrepetible colección de postres variados?, y lo que es peor, ¿mutilar tan prolija —y secreta— relación de... pequeñas infamias? Ésa es la mejor señal de que se te están congelando las neuronas, viejo imbécil, ¿qué importa todo eso ahora? Hazlo, todo va a ir bien; recuerda las palabras de la bruja: «Nada has de temer hasta que se confabulen contra ti cuatro tes», y eso es imposible; resiste, sigue golpeando la puerta, alguien te oirá.

Chloe Trías está a punto de abrir.

Vale, joder —se dice—, me arriesgaré a perder a Eddie por culpa de este viejo imbécil, ¿pero es que no se da cuenta de que en cuanto se mueva el espejo, sus ojos ya no mirarán a través de los míos? ¿Te irás, verdad, Eddie? Nunca te importó dejarme sola. Dirás que debes marchar por ahí a buscar no sé qué estúpidas historias como hiciste aquella tarde, y yo no podré detenerte. ¿Eso es lo que hacen los fantasmas, verdad?, repiten eternamente lo que hicieron en su último día. Sí. Algo parecido le había oído contar a la señorita Liau Chi, ¿o era que aquellos que mueren jóvenes, tarde o temprano vuelven para completar el Destino que la muerte les negó? Ahora la niña desea con todas sus fuerzas haber puesto más atención a una frase que en su momento le sonó estúpida, echar atrás el tiempo, hacerle trampas, volver a escuchar las locuras de la especialista en libros de fantasmas, pero sólo oye los golpes de Néstor y sus amortiguadas palabras.

Más patadas. Chloe se aturde con esos golpes que no son de origen fantasmal, sino que vienen de dentro y enturbian la superficie espejada de la cámara hasta tal extremo que casi llegan a borrar los ojos de su hermano.

«No puede ocurrirme nada —trata de convencerse Néstor, muy pocos centímetros más allá, en el más negro y helado de los infiernos—. Saldré de ésta, lo sé, sólo tengo que mantener la calma hasta que alguien me oiga. Y me oirán, puesto que por aquí, cerca de la puerta —se dice el cocinero tanteando en la oscuridad—, hay un timbre de alarma, y seguro, seguro que en uno de mis muchos manotazos lo habré pulsado. Al oírlo, cualquiera de ellos vendrá en mi ayuda: Teldi, Tous, Trías, T...»

Echar atrás el tiempo, buscar una explicación, los que mueren jóvenes, tarde o temprano, vuelven para completar el Destino que la muerte les negó... completar por tanto lo que ellos no pudieron hacer en vida... Todas estas ideas revueltas parecen estar escritas sobre la superficie oscura del espejo que tiembla con los golpes del cocinero, hasta que, muy borrosa, a Chloe le parece que se destaca entre ellas una magnífica solución, igual que si estuviera escrita ahí con letra precisa e inapelable para que ella la lea.

Y ahora que ya sabe exactamente lo que va a hacer a continuación, la niña se ríe a carcajadas.

Risas. Al otro lado de la puerta Néstor acaba de oír, nítida, una risa. Dios mío, hay alguien allí fuera, y eso significa que esto no es un accidente —piensa, mientras que en su cabeza comienzan a atrepellarse ideas locas y concéntricas como las que propicia el pánico—. Es en ese momento cuando repara en las tres tes de los apellidos de los habitantes de Las Lilas (que en realidad son cuatro, puesto que Adela y Ernesto llevan el mismo), y recuerda: «nada ha de temer Néstor hasta que se junten...».

...Y aquí están, tal como vaticinó la bruja, no hay duda —comprende entonces el cocinero con la lucidez de los moribundos—: Teldi, Teldi, Tous y Trías, las cuatro tes. ¿Cómo pude ser tan estúpido de no darme cuenta antes? El frío que lo atormenta se vuelve viscoso y, al entrar por su boca, tiene el sabor amargo de las pócimas venenosas. Néstor se quiere dejar ir, ya es inútil luchar, pero el regusto del frío aún le concede un destello de cordura. Espera un momento, viejo, hay algo que no encaja del todo, ¿por qué estas personas iban a querer hacerte daño, precisamente a ti, alguien tan discreto y poco interesado en la vida del prójimo?

Un estornudo se abre paso en esta situación absurda, le sube hasta la nariz y estalla de modo que los papeles con los que Néstor se ha taponado los oídos parecen explotar dentro de su cabeza. Pequeñas infamias que intentan salir, secretos —piensa con un estremecimiento—. ¿No te das cuenta de lo que pasa, cazzo imbécil? De todas estas personas tú sabes algo oculto y vergonzoso. Un adulterio que acaba en muerte... los gritos en la noche... un deseo inconfesable... Adela Teldi, Ernesto Teldi, Serafín Tous... De cada uno conoces lo peor de sus vidas cómodas. ¿Acaso no es ésta razón suficiente para que hayas acabado en una cámara frigorífica, con una carcajada acechando al otro lado de la puerta?

El frío es cada vez más intenso, tanto, que curva los dedos de Néstor como garfios sobre la libreta. Y esos garfios ya no se enderezarán nunca, como tampoco lo harán sus piernas, que se han vuelto de hielo, tan insensibles que Néstor ni siquiera nota cuándo se vencen y dejan caer su cuerpo rígido en el fondo de la cámara. Su mente, en cambio, parece hervir cuando, con la esperanza ciega de los moribundos, aún se dice: un momento, no va a pasar nada, es imposible. Escucha esto: la profecía no se ha cumplido en absoluto; yo conozco secretos vergonzosos de tres de ellos, no de cuatro. Conozco la historia de Ernesto, también la de Adela y la de Serafín, pero la cuarta T, Chloe, no tiene ninguna razón para quererme mal, ella no ha cometido ninguna infamia, que yo sepa, de modo que es imposible que se vuelva contra mí.

Otra risa. En el lado opuesto de la puerta, Chloe Trías vuelve a reír, pero de modo tan secreto que Néstor lo toma por una especie de gorgoteo, un murmullo suave que a sus oídos suena como una serie de TTTTTTTTTTTs premonitorias de que todo irá bien.



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